martes, 31 de agosto de 2010

Estrecho de Malaca (3ª semana de junio)

El malestar de cuerpo se alargo más de lo que creía, hice dos días de dieta blanda (arroz blanco básicamente) y al tercero volví a cenar normal, donde caí otros 3 días más. Al salir de esta recaída solo pensaba en la comida que me esperaba: mi cara de subnormal al comprobar que era otra vez arroz, un poco mas condimentado, pero seguía siendo arroz. La cosa no quedo ahí, al día siguiente otra vez arroz…preferí no pensar.

Por fin con el cuerpo entero pude dar lo que pude de mí. Fue una travesía en la cual la tripulación se dedico a cuerpo y alma a rejuvenecer al barco. El sol y el salitre no perdonan a nadie y el casco estaba realmente afectado, con un color enfermizo. A base de rodillo y aceites la madera empezó a relucir. Hacía tiempo que no olía de nuevo ese aroma a “madera”. La navegación no se diferencio mucho de la travesía hacia Sri Lanka, olas por la banda de estribor que hacia recordarnos que estábamos en un barco. Balances y más balances. Sin contar el tiempo en Colombo (3 días) llevábamos más de 10 días moviéndonos de esa forma. Algo empezó a no cuadrar cuando miramos hacia el mastelero de la mayor, el palo que está por encima de la cofa, y vimos que los obenques estaban otra vez en banda. Esa misma tarde subieron a tope de palo a ver qué pasaba ya que se habían tensado el día anterior. La respuesta fue que el sombrerete, lugar donde se aferran los obenques, burdas y stays, se había rajado como si fuera una piel de plátano.

Esa pieza es de acero y se fue machacando a lo largo de los últimos días con tanto balance. A pulso, ya que por los flechastes no era seguro subir por miedo a que se desprendieran del sombrerete, se subieron para hacer una reparación de respeto abrazando al palo todo lo que se podía caer. La situación era grave pero no crítica, en el peor de los casos se podían desprender los obenques y más complicado era, pero podía suceder, caer el mastelero.
Menos mal que la mar fue calmándose y, aunque fuésemos a motor, fuimos tranquilos, acercándonos al norte de Sumatra, una zona arrasada por el Tsunami del 2005, que parecía que ya estaba saliendo del duro golpe ya que la zona estaba infestada de pequeños pesqueros que no sabias si venían o volvían. Por la noche solo se veía una especie de nueva constelación justo pegada en el horizonte que se iban moviendo según nos acercábamos. Al doblar la isla nos metimos de lleno en el estrecho de Malaca. La mar era un espejo, llena de troncos y objetos artificiales que algún desaprensivo los arroja pensando que ese “gran basurero” se lo tragara. El color del agua había cambiado de un azul marino a un verde esmeralda, debido a las lluvias torrenciales que llegan a la costa. Teníamos suerte, parecía que todas las tormentas monzonitas nos iban esquivando, al igual que los pesqueros.

Al día siguiente el calor apretaba y la idea del capitán de hacer un ejercicio de hombre al agua me parecía un poco duro en esa situación. Algunas veces soy demasiado ingenuo, no había pillado que el ejercicio era hacer una paradita en medio del Estrecho de Malaca para pegarnos un baño. La experiencia fue buenísima, subiéndonos por los flechaste y utilizando la amura a modo de liana, dándonos un impulso podíamos separarnos lo suficiente del barco como para verlo desde el aire completamente. Volteretas y caídas dolorosas de espalda fueron continuas. El agua estaba caliente, y de vez en cuando penabas que clase de animal peligroso come-hombre se hallaría bajo el agua, aunque estábamos defendidos por la escopeta de Gonzalo, el capi. Lo único que vimos peligroso fue una medusa del tamaño de una paella.

Muchas veces es mejor estar calladito. Al cabo de dos noches, justo por la proa, podíamos observar los destellos de los rayos. Suponíamos que nos esquivaría, pero no fue así, se acercaba poco a poco. Por lo menos nos limpiara el barco, ¡y a nosotros! Sacamos el H&S para enjabonarnos bien y nos pusimos a esperar. Al principio fueron cuatro gotas que no hacían daño, pero al cabo de unos minutos vimos lo más parecido a la tormenta perfecta, rayos cayendo a escasos metros de nosotros esperando que nunca nos alcanzara alguno ya que no tenemos pararrayos y eso supondría la rotura de la base si nos alcanzara alguno, confiemos que los demás barcos que pasan por el dispositivo de separación sean más golosos que nosotros para los rayos. Al final lo que preveíamos apareció: fue como un cubo de agua continúo sobre nosotros, no sabíamos si había más agua por encima o por debajo. El agua empezó a entrar en el barco por cualquier fisura que encontrara, ayudada por las rachas de viento de más de 40 nudos que hacían un poco incomoda la estancia en cubierta. Para hacer más amena la velada “Croquet” desempolvo la caña de lomo que reservaba para las ocasiones más especiales, y así pasamos la noche hasta el cambio de guardia, limpios para meternos en la cama. Buenas húmedas noches.

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