martes, 31 de agosto de 2010

Singapore y sus cosas... (1ªsemana julio)

Por la mañana me despiertan, el práctico ya está a bordos. Saco la cabeza por cubierta y lo que veo es impresionante, una ciudad flotante, cientos de barcos de todo tipo y el puerto más grande que jamás haya visto, cientos de grúas y chimeneas de refinerías por todas partes. Básicamente toda la costa sur es un puerto. Es un país hecho para el comercio, una isla separada culturalmente del resto de sus vecinos. Me dedico a observar en proa durante cerca de una hora la llegada a nuestro atraque al lado de la isla de Sentosa, en Vivo City, un centro comercial con un muelle adosado. El atraque fue recibido con el mayor chubasco desde el inicio del viaje. Me rio, ¿por qué? Porque por primera vez puedo estar contento de estar en la maniobra de atraque en proa, sin mojarme y viendo por la gatera como toda la tripulación esta como un gato pasado por agua. Normalmente estar en la maniobra de proa significa estar en una “casa de estudiantes” de 10 metros cuadrados, con muebles por todas partes (las estachas y el cabrestante), un calor de panadería y el único contacto con el mundo exterior a través de una ventana de 20cm. de diámetro. Un zulo en toda regla, por eso me río.

Una vez atracados, como no, nos toca guardia, preparamos el barco para las visitas y comienza el show. Hasta 1500 personas pasaron a ver el Galeón, algunas preguntando de dónde veníamos, sin saber donde estaba España, otras preguntando que si era militar (por lo cañones lo dirían, supongo), que si una foto conmigo así, que si otra foto aguantando a su hija. Me sentía como un complemento más del barco. Por la tarde me escapé literalmente del barco, quería ver la ciudad y nos fuimos a China Town, lleno de chinos como no. La comida fue lo mejor, un poco picante y mi estomago recordándome lo sucedido hacia menos de una semana. Al terminar decidimos irnos a Clark Quay, la zona de marcha, un sitio con unas setas de 30metros de altura que desprenden aire acondicionado a la calle. Según nos acercábamos pudimos ver que la gente se agrupaba en el borde del río que pasaba por ahí, y cuando empiezo a enfocar no me lo puedo creer: ¡estaban de pleno botellón! Puede que no lo veáis muy sorprendente, pero para un país en el cual todo (algunas cosas muy concretas) esta prohibidísimo y multado sí que impresiona. Como ejemplos esta multado, beber alcohol, comer chicle importado, fumar tabaco importado, arrojar cualquier tipo de basura al suelo, escupir, hablar en público, mear en los ascensores, no tirar de la cadena, tener perro y la mejor para mi, pasar con una bicicleta por debajo de un puente (¿?). Al ver lo que vimos dijimos: vamos a integrarnos en la cultura del país, compramos en un Seven eleven todo lo necesario y comenzamos la “integración” al cuadrado, ya que al rato aparecieron algunos más de la tripulación y se tuvo que comprar otra botellita. La noche se alargo bastante.
Lo siguiente que recuerdo es levantarme en el barco a punto de caerme de la litera, apuntalado por una toalla que se había pellizcado con la cortina (menos mal que fue así, sino la caída me hubiera hecho mucha gracia). Saque fuerzas y agua de donde pude y salí con Juan Diego hacia Little India, como no, lleno de hindúes. Un mercado grande de frutas y especias que se iba transformando en tenduchas de todo en uno, es decir, en la misma tienda te podía cortar el pelo, vender bebidas, ordenadores, camisetas y colonias. Al comer dije que por favor algo no picante. Fueron espinacas con queso. Yo no sé que entendió el tío, pero me reventó la boca, cabronazo. Seguimos andando y nos metimos en “Mohamed Center”. Dentro nos dimos cuenta que el país está hecho a base de centros comerciales enormes, que desde fuera parecen relativamente pequeños, pero una vez dentro son ciudades, se sumergen el subsuelo y así crecen. Pasillos minúsculos y tanta gente que sería necesario poner semáforos para poder moverse. Si antes decía lo de las tiendas del todo en uno, estos centros son lo mismo pero multiplicados por un millón: cualquier cosa inventada está ahí, a parte, no hay orden, puedes encontrar películas de Bolliwood y a su lado la panadería. Agobio un poco, la verdad (también sería mi estado catatónico). Al proponer nuestra vuelta al barco nos encontramos inmersos en una marea humana. Era el día festivo hindú. Invadiendo las calles, los semáforos ya no servían de nada. Para cruzar tenías que sumergirte en las corrientes. De esta forma acabamos en un templo místico y antiquísimo hindú. Cientos de fieles rezando y bailando mientras el olor a incienso te hacia olvidar que el sudor que desprendíamos huele. Al salir, la población se había triplicado, ya no se podía andar por la calle, pero pudimos conseguir llegar al metro para que, de esta forma nos escapáramos un poco de la multitud y nos relajáramos otra vez en Clark Quay.

Nos tuvimos que mudar de atraque, ahora en Raffles Marina, un sitio de lujo, con piscina, gimnasio, jacuzzi… Esos dos días se trabajo muy duro, tanto que no tuve tiempo a disfrutar de los servicios de la marina, aunque por la noche hicimos la última escapada, a visitar lo que nos faltaba. Fuimos al mismísimo centro, Orchard Rd, a la calle más cara, de cara al alquiler, para las tiendas. Se notaba el dinero por todas partes, aunque no fue para tanto. Lo que si fue impresionante fue la máquina de masajes para los pies que tenían en el centro de atención al turista. Todavía estoy buscando una máquina igual. De ahí a flipar con el skyline de la ciudad moderna, llena de rascacielos dignos de la película Blade Runner, imaginación por todas partes.
Terminamos en la discoteca más alta de la ciudad, en el piso 71 del hotel más alto. Vistas para quedarse embobado cuando te has tomado alguna copa de más. Para la vuelta al hotel tuvimos que hacer una jugada maestra, meternos cinco en un taxi, siendo para cuatro. La jugada nos salió bien: mientras uno entretenía al conductor, el resto se iba metiendo por detrás y el quinto se arrastraba por detrás de todo. Así llegamos al barco, acosando al taxista a preguntas para que no le diera tiempo a pensar más allá y viendo como se volvía loco al escuchar de fondo una quinta voz.


Nuestro tiempo se acaba en Singapur, nos vamos hacia Shanghái. Todo está preparado, todo arreglado. El parte meteorológico es favorable. Un poco menos de dos semanas para realizar unas 2300 millas, pasando por la costa de Filipinas y Taiwán. Largamos amarras y nos despedimos de Augusto, uno de los tripulantes que baja para vernos directamente en el próximo puerto de destino.

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