domingo, 9 de enero de 2011

Tiempo libre en Sri Lanka

Y por fin Sri Lanka (de nuevo) pero esta vez a otra ciudad distinta, Galle. Esta vez estamos concienciados de que en cualquier momento nos puede pillar un virus estomacal y destrozarnos la estancia de nuevo, pero estamos preparados, tanto en medicamentos como mentalmente. La llegada me gustó, a un lado un templo budista, al otro una muralla de una fortaleza portuguesa. Todo verde y una temperatura que nos hace pensar en esos momentos de playa, tirados, pensando en que hacer, si darte un masaje o tomarte un batido de frutas.

Ese día tenía guardia, un poco de pintura por allí, un poco de orden y el día pasa volando. Al día siguiente corriendo hacemos mochilas que nos vamos de visita. Primero por la ciudad de Galle, pillamos un tuc-tuc, vehiculo que echaremos de menos, ya que no lo volveremos a ver más adelante, a no ser que paremos de nuevo en Sudán, pero eso no está planeado por ahora. Haría un monumento al tuc- tuc por transporte público mejor ideado. El problema es que si lo importase a España me tratarían por un vendedor de cupones. Nos plantamos en el centro de la ciudad, de ahi lo primero que hacemos es empezar a probar comida local (no llevamos ni una hora fuera del barco y ya estamos jugando con nuestra vida). Da igual lo que se comprara que todo picaba, y mucho. Lo único que no picaba era una especie de churro rojo, como un caramelo, que al principio estaba bueno, pero seguidamente cogía un sabor a plástico quemado (no he probado el plástico quemado nunca, pero seguramente sabe así) que no te abandonaba en mucho tiempo, y lo único que te podía quitar ese sabor era pegar un bocao a algo picante, y caías otra vez en el error... a todo esto, me dijeron que para no tener la sensación de picante de la boca, a parte de no comer, es comer coco fresco.

Seguimos andando y nos metimos en el estadio de Criquet más importante de Sri Lanka, un cacho de césped. Hablamos con el encargado y nos comentó que estaba reconstruido después del Tsunami. En ese momento empecé a recordar todo lo que había visto en la tele ese 26 de Diciembre de 2004. Me dijo que él se salvo por haber estado ese preciso momento en las murallas de la fortaleza, que debe tener unos 20 metros de altura, y vio como el agua se retiraba y la gente se metía en donde antes había agua para recoger los peces que estaban saltando, sorprendidos por no saber donde estaba su medio. A los 5 minutos, un muro de 10 metros de altura arrasó con la ciudad, barriéndola, colocando autobuses sobre camiones como un Tetris. Existe una estatua con la mano en alto que indica hasta donde llego la altura de la ola. Esa mano está a unos 8 metros de altura. También está parado el reloj de la “Postal Service” a eso de las 09:15 am. Estuve contemplando esa zona con la estatua, el reloj y la gente que andaba por la zona durante un tiempo, intentando recordar lo que sucedió. No creo que lo que imagine llegue a una centésima parte de lo que realmente pasó.


Al rato, después de patear la ciudad, de ponernos macacos encima y de ver bailar cobras al son de la música, nos fuimos a Hikkaduwa, a base de tren, a relajarnos y comprar. Durante esos dos días no paró de llover como si fuera el típico diluvio... pero eso no nos impidió comprarlo todo: 8 bañadores para los próximos 10 años (espero no engordar), camisetas, máscaras, especias (algunas mortales), telas y chanclas. Creo que con todo lo que llevo ya puedo montar una tienda. La noche la pasábamos en un hotelillo al pie de la playa por unos 5 euros la habitación doble. Lo que me dió más lástima fue ver como había desaparecido la playa, mirando postales de hacía pocos años. Supongo que el Tsunami tiene algo de culpa. Ahí aprendimos a jugar al Carrom una especie de billar mezclado con el juego de las chapas, jugado sobre una madera cuadrada. Los locales están muy viciados.

Volví a reencontrarme con el masajista que me había colocado alguna parte del cuerpo en su sito, pero esta vez mi barriga estaba en su sito, por lo que pude disfrutarlo más. Otra cosa que vimos en Ikkaduwa fué el “Tsunami Memorial”, una casa semiderruida por la onda donde habían colocado fotos del momento y del después. Ponía la piel de gallina al reconocer zonas por las que acabábamos de pasar con cuerpos y toda clase de objetos amontonados, pero sobretodo una foto en la que se veía el momento en el que impactaba la ola contra la costa, levantándose hasta la altura delas palmeras, unos 20m., con gente mirando impotentemente como ese monstruo se les caía encima. Todavía no sé como se pudo obtener esa foto, ya que la hicieron a pocos metros de esa zona. Al salir, nos fijamos en los restos que quedaban en la costa de lo que en su momento fueron hogares, y que ahora solo hay vegetación y algo parecido a una cocina...


Al cabo de unos días, las nubes empezaron a desaparecer, dejando que nos pudiésemos decidir en alquilar unas motos para tener mas independencia de movimiento. El destino no estaba muy claro, pero sabíamos que queríamos ir hacia el centro de la isla. Pues bien, al cabo de luchar para rebajar los precios salimos hacia ninguna parte, y nada más empezar de los 5 que eramos quedamos 3, 2 se perdieron o los perdimos, como se quiera mirar. Tiramos a Ukuressa dirección a Candy, donde está Adam's Peak un sitio al que me hubiera gustado ir pero por lejanía no fue posible. Tal como nos adentramos unos kilometros hacia el centro el paisaje empezó a cambiar bruscamente. De las cuatro palmeritas pasamos a plantaciones de te (nunca antes había visto una planta de te), plantaciones de aceite de Palma y árboles para obtener caucho. Cuando llevábamos menos de una hora por el interior de la selva y tras medio millar de curvas, ¡sorpresa! Aparece Perico, uno de los perdidos. Había pinchado y se había parado en un taller que a la vez hace de hogar. Nos paramos para hacerle compañía y en ese momento aparecieron las miradas curiosas de dos niñas y la madre. Les saludamos y nos invitaron a entrar en su casa. Los ojos como platos al ver casi por primera vez a unos extranjeros. Nos invitaron a té negro, uno de los mejores tes del Mundo de esa variedad. Lo empezamos a beber con el miedo de que después de un sorbo podríamos acabar sentados en un trono por el resto de los días. Pero no fué así, nos tomamos el te a su manera, metiéndote en la boca un trozo de “leche condensada desecada”. Cuando nos preguntaron de dónde eramos no se podían creer que viniésemos de tan lejos (y nosotros todavía no nos lo creemos). Gente amable que nos dió un rato de sombra y compañía local...

La excursión se alargo hasta llegar a un puesto en medio de una montaña, con vistas verdes y un río para bañarse, siempre y cuando quisieras renovarte la sangre a base de sanguijuelas. La comida que tuvimos fue gracias a Perico, que se metió de lleno en la cocina, desplazando al cocinero. Lo peor que tuvimos fue un grupo que parecían buena gente en pleno botellón, pero que el camarero nos dijo que no nos fiásemos, era gente chunga, antiguos guerrilleros según entendimos. La vuelta fue adornada con otro diluvio universal, parándonos justo a tiempo en un taller (hay más talleres que habitantes), donde me fue de perlas para cambiar la luz de mi moto, la noche se nos echaba encima. Una vez sin lluvia y con luz, continuamos, cruzándonos con bandadas de “batmans” que daban un poco de miedo. Continuamos y la noche cayó de repente. Hubo momentos chungos, ya que juntando la forma de conducir suicida que tienen los ceilaneses, donde se inventan los carriles, los que vienen de frente que van con las largas, por lo que no ves nada, los baches que parecen trincheras, las gafas de miope llenas de bichitos y gotas y por último los perros y las vacas que van por tu carril como si fuera el pasillo de su casa, conducir se hace estresante. Pero al final lo conseguimos, llegamos a casa, no sin antes parar en un mercado nocturno, flipando con lo que vendían, como siempre, cosas que no sabes si se comen o son de adorno.

Lo que creíamos que iba a ser nuestro último día (ya diré porqué) lo pasamos primero por Mátara, otro día de lluvia, la segunda ciudad más grande de Sri Lanka (yo creía que era Galle), allí visitilla, arriesgándonos comprando cosas en la calle para engullir y pensando si esto nos mataría esta vez (¿por qué nos gusta tanto el riesgo?). Una visita muy normalita donde lo más impactante fue encontrarnos en una librería con unos vascos, posiblemente los únicos turistas en toda la ciudad a parte de nosotros. De allí nos fuimos a Welligama, uno de los mejores spots de surf que hay. Menos mal que encontramos ese sitio porque puede ser que sea de lo mejor que hemos hecho, un sito donde hasta un mono puede hacer surf. Olas perfectas y tablas de todo tipo, rodeados de cocoteros y la el hotelillo a 5 metros de la playa. Fue un día impresionante, sobretodo cuando me llamo Miguel “Pigaffetas” diciéndome que estaban a punto de comprar unas bicicletas típicas de la zona, estilo retro. Lo habíamos hablado hacia unos días pero ya no me acordaba. El único problema era como meterlas en el barco sin que nadie se diera cuenta, sobretodo que no molestaran. Preferimos comprarlas y ya veríamos como las esconderíamos. Me fui pitando al barco donde nos esperaba el momento de cruzar con las bicicletas aduanas (mintiéndoles y diciéndoles que eran de alquiler), y esperando el momento para esconderlas. Como no, siempre tiene que haber algo que te haga sudar, como un jefecillo (gordo cabrón) dando vueltas por el barco mirando las bicicletas de reojo. Al final las metimos haciéndonos los locos, desmontándolas en el sollao como si fuera el taller Mclaren, e introduciendolas desmontadas debajo del armario.

Pero como siempre cuando encuentras algo bueno, algo sale regular, y al día siguiente nos teníamos que ir de Sri Lanka... pero cosas del destino, nos retrasaron la salida (¡¡¡yuhuuu!!!), nos pasamos una mañana entera en el barco, sin poder salir del puerto, por temas de visados, y aprovechamos para grabar un video-villancico con nuestras mejores galas: bañador, camisa de flores, chanclas y un entorno atípicamente navideño, a 30 grados. Era nuestro regalo para nuestras familias. Como es de pensar, volvimos a Welligama, pillamos todas las cosas, nos montamos en el bus, lleno de gente observándonos y ya de paso comiendo cuatro cosas que David había comprado en algún puesto en la calle (a ver si esta vez damos con el virus que nos deje en cama pensando porqué comimos eso). Un rotten de queso, especie de crepe a modo de sandwich, y un bollo con huevo duro y...sorpresa. Esa sorpresa hizo que al morderla el centro de la Tierra se concentrara en mi boca y sintiendo como ese minúsculo trozo verde a modo de pimiento estaba a punto de matarme. Mi reacción fue escupirla en mi mano, a todo esto aguantando el equilibrio de pie aguantado con una mano (la otra tenia los restos radiactivos del bollo), mientras el conductor se hartaba a frenar hundiendo el pie en pedal y tomando las curvas como si hubiera visto y fantasma en medio de la carretera. Lógicamente, en una de estas curvas tuve que aguantarme a la barra del techo con las dos manos, dejando todo el bolo alimenticio esparcido por el asidero. A parte, mi boca seguía ardiendo, cogí la botella, la incline y... gracias a otro frenazo di de beber a la chica que tenia a mi vera en vez de meter el agua en mi boca. Una odisea que valió la pena pasarla para llegar otra vez a la playa, pillar la tabla de surf, una 9 pies, surfear una ola tras otra. Hubo momentos increíbles, donde estábamos siete locos del barco cogiendo la ola al mismo tiempo, saltando de tabla en tabla y aprovechando como si fuera la última ola que íbamos a tomar. Al final fue así, una llamada nos hizo volver a la realidad, teníamos que volver todos corriendo al barco, nos íbamos al día siguiente por la mañana. Nos fuimos, no sin antes pillar esa última ola y parándonos en otra playa por la noche a tomar una cerveza “Lion”, frente al mar, recordando todo lo que habíamos vivido y pensando cuando volveríamos.

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